El viernes recién pasado, mi tía Paola -creadora del blog La fibromialgia y yo– tuvo que dejar en mi casa a sus pequeñitos gemelos por un par de horas. Sus nombres son Joaquín y Cristóbal, y entre sus deportes favoritos están el hacer payasadas, hablar como ratones -o monos, no lo sé- y hacerse pasar el uno por el otro. Su bebida favorita es el agua de Hawai y, como último dato, son los hermanitos menores de Sebastián, quien es conocido por ser el niño más rápido del oeste en el mundo nintendero. Los tres son fanáticos de Star Wars, pero es seguro que entienden la historia a su manera.
Bueno, siguiendo con los acontecimientos de aquel 29 de mayo, en mi hasta entonces pacífica casa aún no acabábamos de almorzar, cuando estos pequeños torbellinos se dejaron caer. Su historial no es de los más quietos, y tienen fama de hacer cumplir el dicho de que «juntos son dinamita», pero no contaban con una carta que yo tenía bajo la manga, que, en realidad, no era una carta, sino una consola de videojuegos.
Por más de dos años, mis queridos primitos habían visto que cada cierto tiempo su hermanito mayor venía a mi casa a jugar, pero parece que nunca supieron realmente a qué jugaba… hasta aquel día. Entre ellos y yo se desarrolló un diálogo más o menos así.
― Chiquillos, ¿saben a qué viene el Sebi a esta casa?
― A jugar -me respondió uno; no sé cuál, no recuerdo.
― ¿Y saben a qué juega? -les pregunté.
Ambos se miraron, me miraron y se encogieron de hombros. Entonces les dije: «Ahora van a saber…» mientras iba a mi habitación. En diecinueve segundos estaba de vuelta con una caja cuyo contenido era un perfecto misterio para aquellos niñitos de casi cinco años. Entonces, abrí la caja, desplacé el poliestireno expandido donde viene la consola y… ¡Voilà! Con ustedes…
Sí, era la mítica FunStation. Mi hermano mayor, Cristián, me planteó una interrogante, quizás la misma que hay dentro de vuestra mente en estos momentos: «¿Por qué no les instalaste el Nintendo original?«. Créanme que tengo una razón de peso: no sabía si iban a estar jugando tranquilos o, por el contrario, iban a estar saltando por toda la sala botando espuma por la boca debido a los ataques epilépticos generados por las secuencias luminosas de estos aparatos diabólicos súper emocionados, con el constante riesgo de que pisaran mi reliquia japonesa. Así que, si iban a pisar algo, que fuera la clónica barata.
Pero no, no ocurrió nada de eso. Ambos se portaron de lo mejor mientras intentaban jugar jugaban Super Mario Bros. Les cuesta mucho hacer que Mario salte y avance al mismo tiempo, y creo que el «excelente» diseño del mando de la FunStation contribuye bastante a que los pobres niños sientan un poco de frustración. Pero a pesar de aquellos inconvenientes, Joaquín y Cristóbal lo pasaron muy bien. Así lo evidencian algunas fotos que les tomé, como las siguientes:
A pesar de que en la foto se ve a un Joaquín casi fuera de sí, debo decirles que ésta no le hace justicia, pues en realidad el que es más nervioso es su hermanito, Cristóbal, quien después de un rato ni siquiera quería jugar por temor a perder.
Aquí vemos a Cristóbal tomando el súper control de la FunStation, intentando hacer algo con Mario. Noten la carita de concentración que tiene mientras trata de presionar esos botones. Joaquín, por su parte, se toma el cabello al ver que su hermano está a punto de mandar al fontanero al fondo de un precipicio.
En esta otra foto vemos una imagen que causó impacto en estos pobres pequeñuelos. No podían explicarse cómo era posible que un ser humano pudiera sostenerse de esa forma, con la punta de un solo pie. Bueno, tomen en cuenta que tienen cinco años apenas, así que cualquier cosa los sorprende sobremanera.
Y en esta última foto podemos ver que no todo el rato jugaron solos. Cristián, mi hermano, tuvo que ayudarlos para que llegaran más lejos que la primera pantalla. De hecho, la foto anterior no la hubiera tomado jamás si no hubiera sido gracias a la ayuda de él, pues, por si no saben, es del segundo nivel del juego.
Esa fue la penúltima foto que les tomé, porque después se agotaron las baterías de la cámara y no pude documentar cuando jugaron Ice Climber (con Cristóbal y unos nervios incontrolables cuando se acercaba una foca) ni cuando conecté el Nintendo verdadero y jugaron Road Fighter. Esos juegos fueron los que terminaron por entusiasmar a este parcito. Ahora, a cada rato me andan preguntando «¿Vamos a ir a jugar Super Mario?». No sé cuándo vendrán de nuevo, pero cuando lo hagan, pondré el Nintendo original. Así conocerán a la mamá de las consolas hogareñas, la que conquistó el mundo unos veinte años antes que ellos nacieran. Gracias por leer esta historia, hasta pronto.